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domingo, 16 de agosto de 2015

En casa

Me crié en la Casa del Miedo, aunque no puedo considerar “mi casa” a un lugar en el que nunca me he sentido a salvo.
No era un miedo intenso, sino velado, pero tan constante que poco a poco todos los inquilinos de la casa nos empapábamos de él, y al final se nos quedaba el espíritu agarrotado de tanto aferrarnos a la protección que brinda el miedo. Era un miedo de pacotilla, que casi daba risa, pero minaba la moral y me sumía en un letargo del que aún hoy en día me cuesta escapar. Se había adherido a mis huesos y sembraba mis pulmones de silencio.

El miedo me hizo torpe, insegura e invisible. El miedo me carcomía por dentro, devorando la espontaneidad y la picardía. No me dejaba replicar ni reivindicarme, e inhibió por completo el sabio sentido de la locura. No se me permitía ser intensa, ni reír a carcajadas, y tenía que medir constantemente mis comentarios. El miedo me mutiló, y yo ni siquiera sabía que me estaba destrozando. Y es que temer por todo no te protege de la vida. Jamás hay que permitir que la prudencia se torne en miedo. 

Ahora vivo lejos de la Casa del Miedo. Mi apartamento es viejo y muy pequeño, y tiene más defectos de los que me apetece enumerar. Es oscuro y recogido, y a partir de las cinco de la tarde apenas entra la luz. Ninguna ventana da a la calle. Los muebles parecen haber sido construidos por un carpintero manco, y los electrodomésticos son tan viejos que duele mirarlos. 

Nunca antes me había sentido tan a salvo como en este lugar. Mi casa. La Casa de las Películas de Madrugada, la Casa de Comer Pasta a Cualquier Hora del Día (o de la noche), la Casa de los Besos en la Cocina. La Casa de los “no te libras de las cosquillas”, y de los "sé que te apetece que demos un paseo".

La casa donde el mundo se reduce a unos pocos metros cuadrados donde cabemos tú, yo y nuestras ganas.

Y un par de gatos.


sábado, 8 de agosto de 2015

Escondida

No sé si alcanzas a imaginar lo preciosa que era. Su mirada solía perderse en algún punto indefinido en el suelo, y cuando alzaba las pupilas para echarle un vistazo al mundo, cada átomo se detenía en un cero absoluto. El tiempo se congelaba durante un segundo infinito.
Me la imagino ahora, con la mirada gacha, apartándose ese mechón de cabello que se ha enamorado de la mitad de su rostro. Cuando estaba nerviosa lo colocaba detrás de la oreja, para volver a liberarlo minutos después. Solía llevar un colgante al cuello, pero hace tiempo que dejó de ponérselo. Aún así, sus dedos encuentran una reminiscencia de él sobre sus clavículas, y a veces lo buscan de nuevo, sin encontrarlo. Entonces frunce el ceño y deja caer la mano a un lado, exasperada.

Le colgaban mil sueños de las pestañas, y cuando pensaba en ellos soltaba un suspiro pesado, como si sus pulmones viviesen encerrados en una jaula muy estrecha. Compartían celda con un corazón un tanto maltrecho, sobre el que habían echado raíces unos árboles centenarios y alguna que otra decepción. 

¿Oíste su voz alguna vez? Ella opinaba que no era demasiado femenina, porque tenía una cadencia grave, como la miel espesa. Te hubiera encantado.

Me gustaría presentártela, pero ni yo misma estoy segura de conocerla. Vive en un rincón de mi caja torácica, y a veces creo que la atisbo bailando entre mis costillas. Casi se hace carne cuando escribo, y la oigo cantar camuflada por el repiqueteo del teclado. La próxima vez que la vea, lo prometo, le daré tu número.